viernes, 28 de marzo de 2008

Un relato nacional.

Había una vez un país de escultores. Todos sus habitantes se dedicaban a hacer esculturas de papel. El hecho a descatar aquí es que en este país la gente detestaba leer. Todos tenían la habilidad para hacerlo ya que desde niños los enviaban a su país vecino para que allí aprendieran el oficio, pero por alguna razón lo odiaban. Cuando terminaban sus estudios, regresaban a su país natal y se dedicaban a la escultura en papel.
En las calles de este lugar no había carteles, no había indicacions de tránsito, no habían recomendaciones, no habían palabras escritas. Pero como era un país diminuto, por así decirlo, bastaba con conocerse unos con otros y respetarse mutuamente, porque debe darse por entendido que para la existencia de dicha nación sus integrantes debían de estar muy bien aprendidos y tener los valores bien en claro. La cuestión es que eran todos amantes de la escultura y vivían de las ganancias que les dejaban dichas obras de arte. Todos los fines de semana iban a alguno de sus cuatro países limítrofes y allí las vendían, ganaban mucho dinero. Ahora bien, el papel... Los libros a los cuales destrozaban para hacer su oficio eran importados ilegalmente al país por una asociación llamada "Lectura, no existís" ( así me llegó la información). Estos tipos se dedicaban a robar cuantos libros pudiesen de cuanto lugar pudiesen, y luego vendérselos a los habitantes de este pequeño país.
Cuenta la historia que un joven de unos 20 años volvía de uno de los países limítrofes. En su país natal lo esperaba un futuro fructífero, cuyo oficio sería...hacer esculturas claro. Pero había un gran problema con él, debido a una mal formación de pequeño, el joven sólo tenía un dedo en cada mano y no veía futuro alguno en su país. Sin embargo volvió y con el mayor empeño de todos intentó hacer una pequeña escultura, caballo galopando, pero fue inútil. No era habilidoso para la profesión. Totalmente amargado y desganado tomó un trozo del papel que le había sobrado de la escultura para secarse los lágrimas que de sus ojos caían, y en el momento en que éste se acercaba hacía su pupila fue invitable para él leer lo que impreso tenía... La porción de papel lo atrapó profundamente. El joven quería más y más. Intentó recolectar la hoja entera. Lo logró. Prosiguió con el resto del libro. Lo terminó. Tomó otro libro. Leyó cada una de sus palabras, y se sumergía en ellas a medida que avanzaba en la lectura. Pero no todo resultó tan sencillo. No podía vivir de la lectura, debía hacer esculturas en papel o el pueblo se le volvería en contra. No obstante, su mirada no podía despegarse de esas infinidades de historias que esperaban por él constantemente, que lo llamaban seductoras para ser desmenuzadas. Pasaba días y noches leyendo sin parar, encerrado en un cuarto, solitario. Por las noches se escapaba e iba hasta los depósitos ilegales de libros. Robaba cuantos podía y se encerraba en su refugio. Dicho escape lo realizaba casi todas las noches ya que su incapacidad manual no le permitía traer gran variedad y cantidad de textos... Una noche el joven llegó a un depósito que hasta el momento nunca había recurrido. Cansado de tanto correr por las calles diagonales del país, decidió sentarse entre los montículos de libros. Tomó uno, el más grande de todos. Abrió la tapa y leyó las primeras líneas y se sumergió en el sueño, en el cual la gente del pueblo estaba cubierta de papel y furiosa por la actitud sumamente ilegal del joven decidían empapelarlo. Los hombres más fornidos del país lo alzaron y en andas lo llevaron hasta un taller. Una vez allí lo acostaron sobre una mesa y sobre todo su cuerpo aplicaron gran cantidad de cartapesta. Cuando el proceso estuvo en un secado medio, le dieron movilidad a sus brazos, cuello y piernas, creando así una especie de árbol con su cuerpo. Lo dejaron parado hasta que se secó completamente. Fue la escultura vendida al precio más alto en todo el país.

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